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Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández. |
“Si eres un niño que ha nacido en el sureste después de los años noventa, no eres realmente un niño. Durante tu infancia, eres de verdad un niño cuando tienes entre uno y cinco años. A los seis, ya has crecido mucho y se considera que tienes quince. Cuando cumples diez, en realidad tienes veinte. Y después, a los quince, te sientes como si tuvieras cuarenta años.”
Imren Demirbas, niña kurda de 16 años, Diyarbakir [1].
“Mire aquí, aquí, bajo este mármol negro
Hay un niño enterrado;
Si le hubieran dejado vivir un poquito más
Se habría alzado de la naturaleza a la pizarra.
Pero el Estado le asesinó para darle una lección.”
Ece Ayhan
“La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio”, escribe Susan Sontag en Regarding the Pain of Others [Mirando el dolor de los otros]. Hace poco, el mundo citaba una de sus historias más devastadoras a partir de una foto tomada en las costas de Turquía. El Mediterráneo se abrió como una caja de Pandora arrastrando a un pequeño kurdo de Kobani, Siria, Aylan Kurdi, hasta nuestros pies vestido con sus mejores ropas. A pesar de nuestros esfuerzos éticos para tratar de no mirar (y así, no consumir) esa foto y no compartirla en las redes sociales, de una forma u otra ha quedado expuesta ante nosotros. El cuerpo diminuto de Aylan seguirá yaciendo en nuestra mente sobre la espuma de las olas… Todos nos sentimos sacudidos y aterrados ante su imagen.
Ahora les invito a mirar otra fotografía, confiando en que la foto de Aylan nos haya enseñado, al menos a algunos de nosotros, a mirar más allá del impacto instantáneo de una imagen. Esta foto no se revela por sí misma como imagen de miedo y terror. Va aterrándote de forma gradual por lo que oculta. Es la imagen de un refrigerador situado en medio de una habitación en una casa de la ciudad kurda de Cizre, una ciudad que lleva nueve días bajo toque de queda del ejército y que fue intensamente atacada por las fuerzas de seguridad del Estado turco. El refrigerador de esta imagen, cubierto con una tela verde con inscripciones coránicas, se ha transformado en ataúd para conservar el cadáver de una niña de diez años, Cemile Çağırga, una niña que también es kurda.
Cemile fue asesinada por el Estado cuando jugaba con sus amigas frente a su casa. Después de que les negaran poder llevar a cabo un enterramiento adecuado, su familia no pudo hacer sino colocar su cuerpo en un hondo congelador para impedir que se descompusiera. Debido al toque de queda impuesto por el Estado, su vida cotidiana se reduce al espacio del hogar sin permiso para entrar o salir. En realidad, el término toque de queda se queda corto para para describir lo que sucedió en Cizre. Sus habitantes testificaron que su ciudad estaba bajo asedio. Murieron 23 civiles, siete niños entre ellos. Los duros ataques al azar hirieron gravemente y mataron a algunas personas en el interior de sus apartamentos mientras esperaban que ese infierno llegara a su fin. La prolongación del tiempo de espera provocó una grave crisis humanitaria por la falta de alimentos, energía y agua, así como la imposibilidad de disponer de cuidados de urgencia básicos. Un bebé de 35 días murió debido a la prohibición de que las ambulancias circularan por las calles. Se obligó a que los heridos se cuidaran solos en los confines de sus hogares. Algunos relatos aparecidos en los medios sociales afirman que en la ciudad llegó incluso a suspenderse la llamada a la oración y que los francotiradores sustituyeron a los imanes en los minaretes de las mezquitas.
Bajo esas condiciones excepcionales, no es sorprendente descubrir que no sólo la vida cotidiana, sino también la muerte cotidiana (i.e., sus costumbres, las prácticas de enterramiento, los rituales funerarios, las relaciones y símbolos del duelo, etc.) quedaron suspendidas. Laspalabras de la madre de Cemile llevan todo el peso de la muerte bajo asedio:
“Murió en mis brazos. Esa noche, llevé el cuerpo de mi hija hasta mi cama y la acosté sobre mi pecho. Por la mañana, le puse henna en el pelo y las manos. Después, la lavé y la envolví en un sudario (kefen). Para impedir que su cuerpo se descompusiera, metimos a mi hija en un congelador hondo que trajimos de casa de mi cuñado. Su cuerpo estuvo allí esperando tres días. Después vinieron unos funcionarios y se llevaron su cuerpo a la morgue del hospital.”
La segunda imagen, abajo, pertenece a la ceremonia de funeral de Cemile. Mientras la familia y la comunidad llevan su cuerpo a hombros hasta el lugar del entierro, las mujeres de la familia ondean banderas blancas e intentan decirle a la policía que no dispare, que ellos no constituyen amenaza alguna.
Estas imágenes se hicieron virales en los medios sociales, perturbando e inquietando a los partidarios de la paz. Sin embargo, para otros, no conseguían describir y testificar la “realidad” de la atrocidad y la crueldad exhibidas en una ocupación estatal de nueve días de duración. La imagen del refrigerador, en especial, fue ignorada, olvidada o totalmente negada. Además de desechar la imagen, las imaginativas facultades de algunas personas les llevaron a dar un paso más allá situándola en otro lugar bajo ocupación en manos de otro Estado feroz: Algunos afirmaron que esta foto se había tomada en Gaza bajo la ocupación israelí, no en Cizre. El mal estaba demasiado próximo, era demasiado íntimo, demasiado cercano para aceptarlo, de ahí que muchos turcos no quisieran ni verlo. Con tal negación, ellos mismos se convirtieron en el mal.
Esta distorsión nos muestra algo importante: la historia del asedio y la colonización, además de ser una historia de las relaciones y condiciones materiales de la vida, es también una historia estrictamente vinculada al dominio simbólico a través de su producción, distribución y consumo. Esta forma particular de control y opresión hace posible exportar un registro de violencia o un registro de historia a otro paisaje colonial. Esa lógica de la abstención hace esta imagen resulte extraña para uno mismo, reescribiéndola como una prueba de las historias de ocupación de los otros. Al hacerlo así, niega, olvida, cambia, altera, borra y, lo que es más importante, coloniza un símbolo que representa un importante registro visual de la historia. Es otra historia de saqueo de un registro en una geografía que ha estado marcada por historias similares de violencia, incluido el genocidio armenio en 1915, la masacre Dersim en 1938, el pogromo de Estambul de 1955, el golpe de Estado de 1980 y la prisión de Diyarbakir entre 1981-84. Es en realidad dentro de esta particular tradición y legado de la violencia estatal cuando uno acierta a entender el asesinato de Cemile y de otros niños en Cizre como una particular manifestación de la violencia estatal que trata de aniquilar cuando no puede asimilar.
Un breve registro letal de niños y niñas kurdos
Cemile no es la única niña asesinada por las fuerzas de seguridad estatales kurdas. Ni será, desgraciadamente, la última. El régimen de la seguridad del Estado mató a 576 niños entre 1988 y 2014. Este registro termina con la muerte de Berkin Elvan, un muchacho de quince años que resultó gravemente herido por el impacto en su cabeza de un bote de gases lacrimógenos lanzado por la policía cuando iba de camino a una tienda de su barrio durante las protestas de Gezi. Murió tras permanecer en coma durante casi nueve meses.
Los niños y kurdos han tenido que hacer frente a las formas más graves de atrocidades perpetradas por el Estado, sobre todo durante la década de 1990 -una era marcada por el brutal uso de la violencia estatal turca contra los guerrilleros del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán)-, el pueblo kurdo que se resistió a las políticas de asimilación del Estado y los miembros y/o simpatizantes de otras organizaciones kurdas. Desplazamientos, evacuaciones, demoliciones, secuestros, desapariciones, violaciones y torturas bloquearon la vida diaria en los paisajes kurdos, inscribiendo su terror y huellas en los cuerpos y recuerdos de muchas generaciones, incluidos los de los niños. El Estado mató a un total de 373 niños kurdos durante este período, alcanzando su cifra más alta de víctimas en 1992, con 117 niños asesinados sólo en ese año [2].
En lo que se refiere a la primera década del 2000, los asesinatos de Uğur Kaymaz y Ceylan Önkol marcaron la misma. Uğur Kaymaz tenía sólo doce años cuando la policía le disparó a muerte utilizando “fuerza proporcional”, según se declaró en la defensa de los agentes de policía. La medicina forense sacó trece balas de su cuerpo de doce años. Esas trece balas se justificaron como “legítima defensa de los policías” en su encuentro con un “terrorista”. Por otro lado, Ceylan, una niña kurda de doce años murió asesinada en una explosión de mortero en 2009, cuando pastoreaba a sus ovejas en su aldea. Su madre tuvo que recoger en su falda los pedazos destrozados del cuerpo de su hija en un radio de 150 metros.
2006 es otro año a destacar en los registros letales del Estado. En marzo de 2006, el pueblo kurdo quiso organizar una ceremonia pública de funeral en Diyarbakir para seis guerrilleros del HPG (Fuerzas de Defensa Populares, el ala armada del PKK), cuyos cuerpos calcinados demostraron que la causa de su muerte fue armamento químico. Al volver del enterramiento, la policía atacó ferozmente a la muchedumbre del funeral con gas de pimienta, cañones de agua y vehículos blindados. Los enfrentamientos entre la policía y la gente se intensificaron y se extendieron a otras ciudades kurdas, iniciándose una oleada de sherhildan, rebelión del pueblo kurdo contra la opresión estatal. Los niños participaron en esas protestas como actores políticos, lanzando piedras a la policía y resistiéndoles. Durante este levantamiento, mataron a 23 niños. En el curso de este ataque específico contra los niños, la policía estatal y las fuerzas de seguridad no sólo mataron a muchos sino que también sometieron a muchos más a torturas y encarcelamiento.
Desde luego, otro día contundente en el calendario estatal de masacres fue la masacre Roboski del 28 de diciembre de 2011. Ese día, un avión no tripulado turco mató a 34 civiles kurdos, 22 de los cuales menores de dieciocho años, que eran de Roboski, un pueblo en el lado turco de la frontera entre Turquía e Iraq, cerca de Siria. Esos niños, que ayudaban al mantenimiento de sus familias vendiendo cigarrillos y diésel desde el otro lado de la frontera, fueron confundidos supuestamente con terroristas y asesinados en lo que se denominó “un accidente operativo”.
Y ahora Cizre… Cuando escribía estas líneas, la cifra de niños muertos era de siete. El Estado extendió el toque de queda a otras ciudades, incluidas Yüksekova y Diyarbakir, la ciudad más grande del Kurdistán turco.
Esta historia muestra que ni las heridas ni las muertes de niños y niñas kurdos son incidentales para sus familias y comunidades. Atestigua sobre todo el hecho de que son producto de un ataque sistémico contra las vidas y las muertes de aquellos considerados como desechables, consumibles y, por tanto, borrables de la superficie de este paisaje, como Nick Glastonbury ha sostenido recientemente en Jadaliyya.
Matando lo simbólico, lo íntimo y lo sagrado
La guerra desplaza, desaloja, destroza y desmantela los mundos físicos y emocionales. Pero también corrompe el sentido del tiempo de la gente, el mapa de los significados, el mundo de los símbolos y el dominio de lo íntimo y lo sagrado.
En su artículo sobre Ekin Wan, una guerrillera del PKK, cuyo cuerpo desnudo y torturado fue exhibido desnudo por los soldados turcos en las calles del Kurdistán, Nazan Üstündağ dirige nuestra atención a la guerra del poder soberano sobre los muertos de los oprimidos. Utilizando la muerte del otro, el Estado intenta castigar a las comunidades más allá de la mortalidad y las inscribe sobre las relaciones comunales de intimidad. Sigue argumentando que los Estados arruinan y envenenan las relaciones con los muertos, y por tal motivo, remodelan las relaciones con el más allá, con lo divino y con el mundo de la fe.
Ahora, una vez más, ¡les pido que miren la foto de Cemile muy de cerca! Aquí, en esta imagen, otra caja de Pandora está mirando directamente hacia nosotros, no importa que permanezca cerrada o que se abra, revela el rostro petrificado del terror estatal en una de sus formas soberanas más desnudas e íntimas. Se trata de un terror que pone sitio a la vida social, política e íntima de la muerte en el esfuerzo por arruinar la carne comunitaria en la imagen espejo de Cemile. En tiempo de guerra, la muerte no es el umbral, no es el final, sino que puede servir fácilmente como continuación de un terror existente o como el comienzo de uno nuevo. En su trabajo sobre la política de la muerte, Hişyar Özsoy señala que un asesinato meramente biológico no es suficiente para los Estados-nación en lo que afecta a quienes se rebelan contra sus órdenes. El Estado-nación, al igual que el poder soberano, recurre a todos los medios posibles para impedir que los cuerpos de los muertos consigan un significado importante y un valor sustancial. De esta forma, prosigue argumentando Özsoy, el poder soberano mata además a la gente en lo simbólico, en sus registros políticos, e intenta separar a los muertos de la vida de la comunidad. Por tanto, cuando los Estados ocupan no sólo el dominio de la vida, sino también el de la muerte, destrozan la vida íntima de la comunidad. En la década de 1990, el Estado turco utilizó este juego sucio con los muertos como estrategia de guerra generalizada para hacer desaparecer al pueblo kurdo, arrojando los cadáveres de los guerrilleros a la basura e impidiendo que la comunidad pudiera llevar a cabo sus ritos de entierro y funeral.
La vida política y la teoría social nos han enseñado que el poder soberano es el que decide sobre la vida y la muerte. Quién debe vivir, quién debe morir, en qué forma, y qué valores y significados de vida y muerte, son aspectos que componen el núcleo de ese poder soberano a fin de trazar, organizar y regular los límites entre la vida y la muerte. Dicho esto, las respuestas a estas cuestiones también nos informan sobre las historias de resiliencia, lucha y resistencia de un pueblo. Sin embargo, hay siempre múltiples líneas delgadas entre las historias que se escuchan y las que no, las historias que se hacen (hiper) visibles y las que permanecen invisibles.
Por esta razón, y por última vez, quiero llamar su atención hacia el componente visual de estas relaciones con el poder soberano. Incluso cuando un hecho invisible de injusticia, un acto de violencia o un ejemplo de sufrimiento se hace visible, no hay garantía de que lo veamos del mismo modo. Lo que “nosotros” vemos y lo que “nosotros” ignoramos o nos negamos a ver es también la historia de nuestra particular relación con el poder soberano, así como nuestra ubicación específica en un mundo trasnacional de poderes soberanos que en tándem y globalmente producen y organizan oportunidades desiguales de vida y muerte. La visibilidad de la muerte de los niños y la circulación de las imágenes de sus cadáveres cuando quedan en manos de Estados y fronteras hablan de estas dinámicas, y por eso deberíamos acercarnos a las fotos de Aylan y de Cemile teniendo en cuenta esta perspectiva.
La imagen de Aylan permanece como feroz recuerdo de cómo la vida y la muerte se distribuyen de forma desigual, de cómo nuestros derechos a la movilidad, a los Estados-nación e incluso a un hogar son desigualmente reconocidos (o negados por completo) en un mundo trasnacional. ¡Lo mismo sucede con la foto de Cemile! Depende de nosotros poder ver el ahora hipervisibilizado cuerpo arrastrado de Aylan Kurdi y el cuerpo congelado invisible de Cemile Çağırga reunidos juntos en el mismo punto: es decir, la posición de la muerte, esa muerte que a diario provocan una serie de actores soberanos, regímenes de seguridad y economías bélicas a nivel local, nacional y mundial. Y todos estamos implicados en sus historias.
Quiero hacer llegar mi agradecimiento a Seçil Dağtaş, Dilan Okçuoğlu, Mai Taha and Çağrı Yoltar por sus comentarios a una anterior versión de este ensayo.
Notas:
[1] İmren Demirbaş es uno de los niños que aparece en “Pececillo negro” (Küçük Kara Balıklar) (2014), un documental sobre lo que supone ser un niño y una niña kurdos en Turquía. Está dirigido por Ahmet Haluk Ünal y Ezel Akay y está disponible online con subtítulos en inglés en: https://www.youtube.com/watch?v=2hvYmmQc0ho
[2] Estas cifras están tomadas del documental “Pececillo negro”.
Asli Zengin es antropóloga y cursa estudios de doctorado en el Programa de Estudios sobre la Mujer, Género y Sexualidad de la Universidad de Brandeis. Sus investigaciones se centran en las cuestiones relativas a género, sexualidad, violencia, intimidad, ley y poder estatal en Turquía.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/22669/cemile-cagirga_a-girl-is-freezing-under-state-fire
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