¿Dónde serán enterrados los 339 cadáveres de la tragedia hace dos semanas en la isla italiana deLampedusa? Nadie sabe. Los cuerpos andan de un lado otro, en medio de un “lleva y trae” político que muchos utilizan para lavar públicamente la conciencia y echar bajo el ataúd su cuota de responsabilidad. Cada vez que llega un grupo de inmigrantes a las costas italianas o españolas (las puertas de los inmigrantes ilegales africanos a Europa) los respectivos gobiernos despliegan todo un ejército de paramédicos y rescatistas para mostrar una arista humanitaria frente a los medios y la opinión pública, y así, sutilmente, evitar un debate sobre las verdaderas raíces del asunto: el drama de la migración y sus causas.
En el caso de Lampedusa la parafernalia fue mayor, hasta la isla llegó el primer ministro, Enrico Letta y el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, recibido a gritos de “asesinos” por los habitantes. Los fallecidos fueron “honrados”, se les otorgó la ciudadanía italiana, pos mortem claro está, y probablemente reciban funerales de Estado. ¿Y los sobrevivientes? De ellos poco se habla, seguro pasan sus días en medio de la incertidumbre bajo las condiciones infrahumanas de los llamados centros de acogida; sin embargo, los oportunistas políticos recibieron una bofetada este viernes, cuando otra embarcación con 250 personas naufragó, unas 34 murieron, incluidos 10 niños. Ahora será más difícil tapar el sol con un dedo.
La prensa española lo dijo en su momento, lo único novedoso fue el número de muertos, pero las maltrechas balsas atestadas de africanos son un drama cotidiano en el Mediterráneo. El pasado día 30 de septiembre murieron ahogados 13 jóvenes eritreos a pocos metros de la playa siciliana de Sampieri. ¿Alguien dijo algo? Nadie. Solo en 2011, unos 2 700 cadáveres llegaron al fondo del mar.
El problema va más allá de las cifras. Muchos podrán argumentar que la emigración es un fenómeno normal, que Italia, España y el resto de Europa, como naciones soberanas tienen el derecho a recibir o rechazar a quienes crean convenientes según sus intereses nacionales, que el mal llamado Viejo Continente no tiene por qué cargar con la miseria africana que lanza al mar a miles de personas; son todos argumentos relativos y difíciles de sostener si hacemos un análisis histórico. La migración ilegal tiene su principal causa en la precaria situación económica de África, y en ese sentido, en su condición de ex metrópolis, Europa tiene una responsabilidad.
No haré el cuento del colonialismo, tan repetido aunque no bien conocido, pero sí recordar que las potencias europeas marcaron desde hace siglos el devenir de los pueblos africanos, no solo durante el régimen colonial, también después de la independencia formal, que en la práctica mantuvo los mecanismos de dominación a través del control económico y que devenía por lógica en el control político. Si hoy muchos pueblos africanos poseen condiciones sociales, ideológicas y culturas que atentan contra su desarrollo, es en gran medida producto de la mentalidad impuesta por Europa como parte de dominación.
Pero las causas también señalan al presente. ¿Desde dónde partió la desdichada embarcación que naufragó a principios de octubre? Desde Libia, el país que varios gobiernos europeos, incluida Italia, ayudaron a destruir tras la caída de Gadaffi. Aquí hay un detalle, cuando el ex mandatario libio era “amigo” de los europeos, se comprometió a vigilar el Mediterráneo e impedir la llegada masiva de inmigrantes, una tarea que cumplió muchas veces a sangre y sin piedad, mientras Europa, en beneficio propio decidia callar.
La migración, de África a Europa o de América Latina a Estados Unidos, en cualquier dirección, no se solucionará con leyes o prohibiciones, con efectivos militares o cámaras de vigilancia. Es un fenómeno global que necesita un nuevo orden económico que elimine el saqueo de ricos a pobres y ofrezca posibilidades reales a los países del Tercer Mundo para financiar su desarrollo y elevar el nivel de vida de sus ciudadanos. Mientras el modelo actual no cambie, las naciones pobres seguirán sangrando, mientras las potencias tradicionales recibirán las consecuencias morales de su responsabilidad.
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